La imagen todavía borrosa y difusa va tomando forma conforme escapa el calor de la estancia. Percibe, casi de forma palpable, cómo se evapora ese velo ignorante que le cubría la razón obsesiva. Frente a ella aparece como un efímero fantasma la figura esmirriada de esta desconocida. Se limita a observarla recibiendo gratamente unos ojos curiosos que denotan un gran cansancio, como si acabara de contemplar los mayores horrores del universo y el peso de la verdad cruel hubiese dejado mella en ella. Se fija en su pelo oscuro, mustio y grisáceo, y ve cómo ella hace lo mismo observándola del mismo modo. Si agudiza la vista escucha el susurrar de sus débiles cabellos, que se mecen al son de sus cavilaciones, que acarician su rostro todavía húmedo y brillante.
Su rostro muestra las marcas de haber sido hermoso en el pasado, a pesar de no ser muy mayor. Una pálida expresión donde unos ojos saltones la saludan acuciantes mientras la instan a averiguar la gran verdad que ella misma se niega a aceptar. Son unos ojos oscuros protegidos por un marco oscuro y circular que los agranda todavía más, como si quisiera enmarcar unos ojos tan grandes en un rostro famélico que apenas respira.
Su vista recorre a la chica de enfrente intentando descubrir cómo ha llegado a ese lugar, mientras se palpa la cara para secar una gota que le cae del cabello mojado. Comprueba anonadada, cómo su amiga desconocida repite a la vez sus movimientos, como un mimo perfecto reflejo de sus pensamientos.

repugnantes esquinas forman su cuerpo huesudo. No tiene brazos, no tiene piernas, simple esqueleto pintado de carne sin vida. No sabe qué le ocurre a la niña, porque apenas es una niña, no sabe qué puede hacer por ella, no sabe nada, y sin embargo… conoce la respuesta correcta. Porque respuestas existen muchas, algunas las conoce, otras las intuye, pero solo unas pocas admite. Es la realidad de la ingenuidad, mantenerse en lo desconocido del silencio perpetuo, donde si no afirmas en voz alta, las verdades pierden sentido y se esconden bajo pilas de huesos vacíos.
Siente lástima de la pobre y escuálida muchacha que la mira con la misma tristeza, con la misma impotencia. ¿Cómo debe sentirse alguien así? Amigos. No tendrá amigos. ¿Cómo podría tenerlos alguien tan esquelético? Sola. Tiene que sentirse muy sola, alejada de la sociedad por ser como es, discriminada por tener un regalo tan poco deseado. Un escalofrío le recorre la columna. Turbada por sus deprimentes pensamientos, se asquea al percatarse de cómo se le marcan los huesos a la pared blanca de enfrente, a la muchacha esquelética de huesos como cuchillas que amenazan con rasgarle la piel. Quiere poder decirle algo, decirle que tiene que cambiar, que alguien así no puede vivir una vida normal. Quiere poder decirle todo lo que nadie le ha explicado a ella, susurrarle las palabras convincentes que no funcionaron con ella para hacerle entender a la pobre niña, que está demasiado enferma. Necesita su ayuda para dejar atrás las ansiedades vividas.
Pero cuando intenta abrir la boca las palabras no salen, se ahogan con un vago susurro que se muere en miles de gotas de rocío, que se posan tranquilamente a su alrededor. Sabe que diga lo que diga sonará estúpido allí plantada y tan sola, hablando consigo misma. Nadie podría ver al fantasma famélico que le nubla la vista y repite sus movimientos. Se ha dado cuenta demasiado tarde de que todos tenían razón, pero ahora que puede hacer algo, el esfuerzo le molesta, le cansa tanto que la hace desfallecer. Es demasiado tarde, lo sabe mientras observa con lástima el cuerpo desnudo de la desconocida de enfrente, por mucho que lo admita ahora sabe que no tiene fuerzas para recuperar lo perdido, las gastó todas intentando negar lo evidente al resto del mundo. Aceptar su enfermedad le ha supuesto el mayor trabajo de todos.
Es en ese momento cuando una voz femenina y estridente rompe con el silencio estático del cuarto y sobresale por encima del ensimismamiento de ella.
¡Helena! ¡Sal ya del baño que no me dará tiempo a ducharme!
Como un alma en pena se separa la joven del espejo, se arrebuja o más bien esconde su repudiado cuerpo en un albornoz, y abandona el cuarto de baño dejando tras de sí un olor agrio al jabón de jazmín.
Guiomar Urrea
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