La Universidad

Y ahora es cuando se supone que tengo que hablaros de la Universidad, o algo así. De lo gratificante que resulta tomar decisiones sobre tu futuro, cambiar las paredes verdes y las mismas caras por todo un mundo nuevo, del verano tan increíble que vais a pasar, de unos grupos y unos horarios que desconoces totalmente, de unas tasas universitarias que suben como la espuma, de los 50 minutos de camino y de los fantásticos descuentos del transporte público para estudiantes que tú no podrás tener.

En mi segundo día me dijeron que no encontraría trabajo, que me sacase algún título de inglés o alemán y que me preparase para salir de España. Y supongo que a eso le llaman madurar. Pero sin duda lo peor es encontrarte frente a la puerta de tu facultad, a las 8 y media de la mañana, con horas de sueño acumuladas y sin ninguna idea de hacía donde dirigirte hasta que se te ocurre acercarte a secretaría y aparece tu salvadora: Una chica con la misma indecisión en la mirada está preguntando dónde está el aula magna, te sonríe y te pregunta qué vas a estudiar.

Desde ese momento todo va a mejor. Todo es nuevo, todo suena apasionante. Casi todo el mundo está tan perdido como tú y vuelves a casa con unos cuántos teléfonos y nombres que eres incapaz de recordar. Vas hacia Facultats, y justo antes de perderte en el entramado subterráneo levantas la vista y en un cristal lees: “Escuela de idiomas Ana Botella”. Has perdido el metro, pero llega otro en tres minutos. Hay todo un mundo bajo la ciudad, de miradas anestesiadas y distancias medidas en paradas, de gestos. Algo como mágico, inexplicable. El 145 llega en diez minutos y te encuentras con alguien del instituto. De repente, dos mundos chocan. 

Alguien con quién hasta hace unos meses compartías desde aula hasta cervezas, pasando por apuntes, noches de biblioteca, horas de clase y más risas de las que eres capaz de recordar se ha convertido en un desconocido que te habla sobre un montón de gente a la que no logras imaginarte en unas aulas que nunca pisarás y con quién comparte unas asignaturas que, sólo por su nombre, preferirías no volver a escuchar jamás. 

Una semana después comienzas a sentir que vives una rutina que no deja de resultarte extraña, cambias las “pruebas PAU” por el “TFG” (Trabajo de Final de Grado, en las universidades adoran las siglas, ya lo veréis), el “¿Salimos a tomar algo?” por el “¿Una de quintos?”, te conoces como nadie los horarios y las líneas de metro y empiezas a catalogar a la gente entre los que dicen “Jueves Universitario” como si por llevar cuatro días en la facultad y salir una noche te concediesen el título de Grado y los que se conforman con salir cualquier día mientras se aseguren unas risas.

La Universidad es diferente, como si hubieses pasado toda tu vida anestesiado y de repente te dieran la oportunidad de elegir, de crear, de hacer lo que realmente quieres hacer. La cosa es que nunca es demasiado tarde para volverse del todo loco, que la cuestión es hacer algo en lo que se cree, algo con lo que crecer y que no sólo crezcan los números de tu cuenta corriente (si es que consigues que entre algo en esa cuenta).
Arantxa Benavent

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