¿Por qué no aprenden los alumnos?

Jamás he conocido a un profesor que no enseñe, ni a un alumno que no aprenda. Aunque en ocasiones el profesorado se queja de la incapacidad del alumnado para aprender y el alumnado lamenta la incompetencia del profesorado para enseñar, lo cierto es que en ningún momento dejamos de aprender los unos de los otros y los unos con los otros. Enseñar y aprender son procesos consustanciales al ser humano, se enseña y se aprende incluso en contra de la propia voluntad. Sin embargo, a pesar de esta certeza siempre acabamos formulándonos la misma pregunta después de cada evaluación, cuando comprobamos que los resultados obtenidos no han sido los deseados: ¿Por qué no aprenden los alumnos?  

De entre las muchas respuestas que he escuchado, hay una que siempre me ha llamado la atención por el nivel de consenso que suscita entre el profesorado y por la carga de responsabilidad que otorga, casi en exclusiva, al alumnado: “Porque no estudian”.  

No pretendo romper este consenso y estoy dispuesto a admitir que los elevados índices de fracaso escolar que se dan en nuestros institutos se deben, principalmente, a la falta de estudio de los alumnos, pero me surge, entonces, una nueva pregunta: ¿Por qué no estudian?  

No sirve un “porque no quieren” por respuesta. Demasiado fácil y, en el caso de los alumnos que quieren, pero no pueden, demasiado injusto. Si aceptamos la reflexión del principio y admitimos que nuestros alumnos aprenden sin estudiar en la calle, en casa o en internet, con los amigos, la familia o las relaciones que establecen a través de las redes sociales, cuando leen una revista, escuchan música o ven la televisión, tal vez lo que corresponde es reformular la primera pregunta: ¿por qué no aprenden lo que les enseñamos en el instituto?  

Dice Carlos Calvo, pedagogo Chileno al que animo a leer, que “...el que enseña deslumbra con el misterio y el que aprende se fascina y sueña...” Y no sé yo si nuestros centros educativos están para misterios, fascinaciones y sueños. ¿Qué misterio puede haber en la exigencia permanente de estudio sin otro fin aparente que el de aprobar un examen?, ¿qué fascinación puede provocar en el alumno el hecho de descubrir que, superada esa prueba, una vez demostrado que se ha estudiado, nadie parece interesarse de verdad por si ha aprendido o no?, ¿resulta motivador y pertinente evaluar el estudio y no el aprendizaje? Yo mismo podría recitar todavía teoremas, leyes y principios que memoricé en el bachillerato, que me sirvieron para superar cursos y obtener un certificado académico, pero que nunca aprendí, porque aún hoy sería incapaz de aplicarlos en la práctica. Ésta es la gran tragedia de nuestro sistema educativo, practicamos una educación bulímica, “estudia­ vomita­olvida”, que no despierta el interés del alumnado ni prioriza los aprendizajes que más contribuirían a su formación como persona, sino que en muchos casos es causa de profundas frustraciones.  
Pero qué más da, parece que lo que interesa, de verdad, es que los alumnos aprendan muchas respuestas a preguntas que nunca se harían ni tienen claro para qué le servirán, más allá de para aprobar un examen o una asignatura. No importa que en las escuelas e institutos se formen personas socialmente competentes, libres, críticas, conocedoras de sus derechos y capaces de defenderlos, como de manera hipócrita se repite hasta la saciedad. Nadie cree en serio que la educación deba impulsar la práctica de valores democráticos, de igualdad y justicia, favorecer el desarrollo del pensamiento crítico, o promover el debate, la reflexión y el análisis de ideas.
No nos engañemos más, si nuestros alumnos no aprenden es porque no les interesa lo que les enseñamos, cómo se lo enseñamos, ni los espacios que construimos para enseñarles, auténticos búnkeres que les aíslan del mundo que de verdad viven y les fascina, con la excusa de que es lo más conveniente para ellos.  
Las escuelas e institutos son máquinas de expedir certificados, legitimar éxitos y fracasos, sellar visados que permitan mantener la ilusión de cierta movilidad social, matar la creatividad, unificar lo diverso, silenciar al diferente, expulsar al disruptivo. Vivimos una escuela de mentira y simulación en la que nada es lo que parece, en la que enseñar y aprender tienen poco que ver con lo que se dice que debería ser. Los alumnos, actores secundarios de una obra en la que deberían ser protagonistas, han descubierto la farsa, la gran mentira montada alrededor de su educación y, aunque no sepan explicar esta realidad que viven en los centros educativos, se niegan a participar en el juego. Por eso no aprenden lo que les enseñamos.
¿Quiénes son los responsables de esta lamentable situación? En primer lugar la administración educativa que, actuando en contra de lo que es su deber, no solo se desentiende de la educación de la ciudadanía sino que la impide siempre que tiene ocasión. No nos debería resultar extraño, el primer objetivo de cualquier gobierno es perpetuarse en el poder y, para ello, nada mejor que un pueblo suficientemente ilustrado como para leer los nombres de los candidatos en una lista electoral, pero no tanto como para cuestionar sus intenciones, si son elegidos.  
Nos quieren tontos, sumisos, fácilmente manipulables y para conseguirlo diseñan sistemas educativos a la medida de sus objetivos y los objetivos de quienes les apoyan, los mercados, el capital y las organizaciones empresariales, que no exigen obreros, sino esclavos asustados, incapaces de reivindicar derechos, reclamar mejoras en sus condiciones laborales y denunciar abusos. Sistemas educativos que no dan importancia a cuestiones fundamentales como la formación del profesorado, su consideración social, la atención a sus necesidades profesionales y personales, el número de alumnos  por aula, la acción tutorial, la compensación de desigualdades, la autonomía organizativa de los centros para poder trabajar en equipo, el gasto económico que soportan las familias, aun cuando se trata de enseñanza obligatoria, o la defensa de la escuela de todos, la pública, porque, en realidad, lo que menos importa a quienes gobiernan es si los profesores enseñan o no, si los alumnos aprenden más o menos.
Pero también los profesores somos responsables de esta situación. Muchos de nosotros nos hemos convertido en tecnócratas al servicio de la propaganda y los intereses espurios del gobierno que nos paga, pero para el que no trabajamos, en lugar de asumir el compromiso que la sociedad nos exige. Hemos renunciado a denunciar la hipocresía de un sistema que, de vez en cuando, admite pequeños cambios cosméticos para que todo siga igual, hemos desertado de luchar por la transformación real, profunda, de un modelo educativo y de escuela que contribuye muy poco a la consecución de los objetivos que la sociedad demanda.
Chomski habla del buen maestro como alguien que se obliga a ayudar a sus alumnos a descubrir la verdad, a hacerlo por sí mismos, “sin eliminar la información y las ideas que puedan resultar embarazosas para los más ricos y poderosos, los que crean, diseñan e imponen la política escolar”. Solo entonces, afirma, se aprende de verdad.
Vivimos rodeados de corrupción, abusos de poder, recorte de libertades, limitación de derechos, manipulación informativa y absoluto desprecio a la ciudadanía. Si decimos que educamos ciudadanos y lo hacemos con la esperanza de que un día sean capaces de construir una sociedad mejor que la que disfrutamos, con un sistema de valores distinto al que padecemos, ¿sería deseable que los profesores nos implicáramos más en lo que ocurre al otro lado del patio de recreo de nuestros centros?, ¿no educaríamos mejor para la vida si en algún momento levantáramos la vista del libro de texto, abriéramos bien los ojos para analizar nuestro entorno, animáramos a nuestros alumnos a entenderlo y consideráramos una prioridad ayudarles a rediseñarlo en función de su propia concepción del mismo?
Tal vez aprenderían más y mejor si un día tuvieran la certeza de que trabajamos de verdad para ellos, que no somos ajenos a su lucha ni a la lucha de los suyos, que defendemos su derecho a formarse en libertad, sin dogmatismos, en condiciones de justicia e igualdad, que nos importa lo que estudian tanto como lo que sienten, que no entendemos el fracaso escolar como fracaso personal, que no consideramos la valla que rodea el centro educativo como un obstáculo infranqueable tras el que deben abandonar su vida anterior antes de empezar las clases, que nuestro interés no es tanto llenarles la cabeza de respuestas, sino animarles a formular preguntas.
Quizá, si en lugar de tratar de convencerles con charlas y fichas de la importancia de los valores, tuviéramos el coraje de construir centros educativos en los que se vive y no se teoriza sobre el respeto, la justicia, la democracia, la igualdad, la solidaridad o la participación, si les demostráramos con hechos que un examen no es un castigo ni un suspenso una sentencia de muerte, si pudiéramos hacerles creer que no pasa nada si se equivocan, si admitiéramos el error como un paso más en su proceso de aprendizaje, si no nos obsesionáramos tanto con lo que se debe hacer y trabajáramos más por lo que se puede hacer, entonces, tal vez no tendríamos que volver a preguntarnos por qué no aprenden nuestros alumnos.

Juan Pedro Serrano Latorre, Profesor de Inglés

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