INTRODUCCIÓN
Dado que el título de esta revista filosófica es Rayuela, en honor a la novela homónima, he decidido escribir un pequeño relato, basándome en los personajes principales y en algunos escenarios de la obra. Sin embargo, para poder entenderlo profundamente sin haber leído el libro, he añadido la siguiente introducción:
Rayuela, uno de los elementos centrales del boom latinoamericano, es una novela del escritor argentino Julio Cortázar, que fue publicada en el año 1963.
Al abrir el libro de Rayuela, lo primero que llama la atención es el curioso tablero de direcciones que aparece en las primeras páginas. Esto se debe a que puede ser leída de dos formas distintas: por un lado se puede leer de forma corriente, terminando en el capítulo 56; por otro lado, la segunda forma de leer la novela consiste en comenzar en el capítulo 76 y luego, seguir ese tablero de direcciones, saltando de una parte del libro a otra.
Rayuela cuenta la historia de los amores frustrados entre un intelectual bohemio argentino y una inocente muchacha uruguaya, en el París de los años cincuenta. Esta obra está formada por tres partes: la primera “Del lado de allá” se ubica en París. Allí se desenvuelve y colapsa el amor entre Horacio Oliveira y la Maga. Horacio es un hombre de profundas convicciones intelectuales, y tiende a racionalizar excesivamente su relación con la amada en el intento de comprender su sensibilidad, que en el fondo envidia. La segunda parte es llamada “Del lado de acá”, y la tercera “De todos lados”. Ésta última es la parte supuestamente prescindible, pues no llegaremos a ella leyendo el libro de forma corriente, sin embargo, da sentido a las dos partes anteriores.
Sin duda, Rayuela es una novela experimental, donde se prueban todo tipo de nuevas técnicas. Al igual que las dos formas que tiene de ser leída, algunos pasajes de Rayuela son totalmente novedosos para la época e, incluso, chocantes. Por ejemplo, el gíglico, que es un idioma inventado por Cortázar. Aunque a primera vista parece carecer de sentido, una lectura más detallada permite ver que en realidad es bastante comprensible, puesto que utiliza la misma sintaxis y morfología que el español, mezclando palabras existentes con otras inventadas, pero reconocibles como sustantivos o verbos, y puntuando correctamente las frases.
En el siguiente relato se alterna el tiempo presente con los flashbacks del protagonista, destacados en cursivas. A estos flashbacks se le unen citas, que van entrecomilladas, de la Rayuela de Cortázar.
RAYUELA
El
corazón tiene más cuartos que
un
hotel de putas. Gabriel García Márquez.
Me adentro ligero en la
biblioteca, que huele a otoño. Quizás con deseo de innovar mis
piernas me conducen hacia la sección de narrativa hispanoamericana,
tan dejada de lado en estos tiempos de madres cachondas y vampiros
afeminados.
Paladeo en voz alta los
nombres de todos aquellos que reinan indiscutiblemente en esa zona:
García Márquez, Vargas Llosa, Allende, Borges, Benedetti… Sin
embargo, hoy no es su día. Sigo deleitándome leyendo títulos hasta
que mis ojos se detienen ante un tomo algo ajado, recubierto por una
cantidad de polvo que dificulta la comprensión del título. Me
acerco el lomo a la punta de la nariz y tras soplar años de olvido,
aparece ante mí Rayuela, de Julio Cortázar.
En ese mismo momento,
desfallezco, y me veo obligado a buscar apoyo en la mesa más
cercana, sorprendiendo a un par de estudiantes. Pero eso no importa
ahora, y es que a mi mente acaban de acudir centenares de momentos
que creía ya desaparecidos. Centenares de recuerdos que me
transportan a años atrás, a un lugar y una época que creía ya
olvidados. Hablo de París, treinta años atrás…
Rue de Seine pudo observar cómo nos
encontramos, o como el destino quiso que nos encontrásemos. Yo
estudiaba Derecho, tú estabas enamorada de la vida. Desde lejos te
viste atrapada en mi mirada. Recuerdo que leías, recuerdo qué
leías, tumbada en un portal con las piernas levantadas y dejadas
caer sobre la pared, desafiante. Poco a poco me fui acercando a ti,
sin dejar de admirarte, como quien contempla un cuadro
particularmente bello, con cara de concentración. Me fui acercando.
Fui ralentizando mi caminar. Me fui acercando, temeroso de
interrumpirte. Pasé por tu lado, intentando aspirar tu aroma, para
recordarlo alguna noche fría. Pero…ya, ya había pasado de
largo... Nada…otra vez… Y cuando todo parecía perdido y yo me
alejaba con expresión de abatimiento, te escuché silbar.
Me giré. Tú te habías levantado y
te acercabas hacia mí, con un dedo en los labios, mandándome
callar.
Con el libro en mano, lo
hojeo como la primera vez (pese
a que nunca volverá a ser como la primera vez); me
acerco a él y lo huelo, como se suele hacer con los libros que vas a
leer(pero
ni huele a nuevo ni huele a viejo, huele a París y huele a Rue de
Seine).
Decido vivir mi ataque de melancolía como algo positivo y lo empiezo
a leer. Así, a lo duro, sin preliminares. Zambulléndome en su
particular piscina de recuerdos me doy cuenta de que ya ni me
acordaba de lo que era, de lo que ese libro me pudo transmitir.
Desperté la mañana siguiente cuando
el Sol empezó a luchar por colarse entre mis párpados. Me giré
hacia la derecha y allí estabas tú, tan perfecta que parecías
irreal. Antes de irme para no volver a verte jamás me detuve a mirar
cómo dormías durante unos segundos, o quizás durante unas horas.
Finalmente, me levanté de un salto de la cama, y tropecé con algo
que tú dejaste caer anoche, cuando entramos en tu dormitorio como
unos soldados que iban a presentar batalla. Recogí la causa de mi
torpeza, y me di cuenta de que se trataba del libro que ella leía
ayer, antes de que todo ocurriese. Rayuela. Julio Cortázar. Había
estudiado acerca de ese libro años atrás en el colegio, aunque
jamás tuve ninguna curiosidad de leerlo. Sin embargo, esta vez,
decidí hacerlo.
Cuando mis ojos se posaron sobre la
primera línea el mundo exterior empezó a desdibujarse para mí, a
emborronarse. Ella dejó de dormir en la cama para despertar en el
libro. Ella la Maga y yo Horacio. Yo Horacio y ella la Maga. Todas
las palabras de Cortázar empezaron a fluir libres por mi mente,
expandiéndose, como un caprichoso torrente de agua que todo lo
inunda. Ese torrente siguió expandiéndose por mi cuerpo, y por mis
venas dejó de correr sangre, para pasar a correr tinta. Mis
pensamientos danzaban al son del Club de la Serpiente, en una
complicada coreografía de movimientos y giros imposibles. Mis dedos
parecieron despertar del invierno y se movían a una velocidad
inusitada para cambiar de página y seguir avanzando.
Desconozco el tiempo que pasé
leyendo Rayuela, sin embargo, algo había cambiado dentro de mí
cuando llegué a las tres estrellas que marcaban el fin del capítulo
56 y, por lo tanto, del libro: “…y quedarse mirando a la Maga, a
Manú, diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había,
aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en
el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas
hacia afuera y dejarse ir, paf se acabó.”1
Todo era ya diferente. A pesar de
ello, al despegar la nariz de entre las páginas yo seguía en tu
piso, tú seguías allí. Estabas ya despierta, mirándome con
expresión embelesada entre las revueltas sábanas de tu cama.
Despegaste los labios y recuerdo que dijiste que no me fuese todavía,
que todavía me faltaba la segunda vía de leer el libro y toda una
vida para hacerlo, me pediste que volviese a tu lado.
Y yo obedecí, “convencido de que un
encuentro casual era lo menos casual de nuestras vidas, y que la
gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado
para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.”
Al terminar la primera forma
de leer el libro, me doy cuenta de lo diferente que hubiese sido todo
si no me hubiese tropezado, literalmente, literariamente, con
Rayuela. Si cuando lo hice me hubiese marchado rápidamente de
allí, si no hubiese descubierto esa nueva forma de pensar, de ver el
mundo que me dio aquel libro. Y en aquel momento, apenas acababa de
empezar. Todavía me faltaba media vida, es decir, medio libro. De
otros lados, capítulos prescindibles. Miré el reloj, faltaban
todavía dos horas para que la biblioteca cerrase. Decidí seguir
leyendo, esta vez leería la segunda opción. Decidí seguir
recordando. (Te).
Logramos amarnos en gíglico, de forma
que nadie excepto nosotros y unos pocos iluminados más podían
entendernos. Nos amábamos en gíglico, justo al igual que el
capítulo 68: “Apenas él le amaba el noema, a ella se le agolpaba
el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en
sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las
incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que
invulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta
quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han
dejado caer unas fíbulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el
principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios,
consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas
se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón,la esterfurosa
convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del
orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían
balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las
marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en
niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los
ordopenaban hasta el límite de las gunfias.”
Fui descubriendo que estabas
obsesionada con ese libro, que te sabías la mayoría de sus pasajes
de memoria, que constituía para ti algo más que una lectura, era
para ti una filosofía de vida. Que te identificabas con la Maga, que
actuabas y luego pensabas, como bien demostraste en el momento en que
nos conocimos. Que temías que yo me terminase identificando con
Horacio, que reflexionase sobre lo absurdo de nuestro amor y sobre
nuestras diferencias y que te terminase abandonando. Me leías el
capítulo 93 entre lágrimas, quizás pretendiendo que jamás me
acercase a la personalidad de Horacio: “Pero
el amor, esa palabra… Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin
una razón de aguas hondas (…). Me atormenta tu amor que no me
sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado,
jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un
solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la
operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso
que me querés como yo no te quiero. (…) Tan triste oyendo al
cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas,
amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la
obicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz
desde donde se podría empezar a tejer una lengua.”
Yo tan solo podría prometerte día
tras día que nada de eso iba a suceder, pero ambos sabíamos que
vivíamos una mentira, que ambos no éramos más que unos consumados
actores en esta función, unos fingidores expertos donde cada uno
jugaba con su papel. Tú pensabas en que tuviésemos un Rocamadour,
mientras que yo únicamente quería que nos sorprendiese el amanecer
un día más, y un día más, y un día más, y ya no más.
Fuimos felices, lo fuimos. Felices
como la calma que precede a una tormenta. Mientras que yo trataba de
implicarme lo más mínimamente posible en tu vida, para luego poder
despegarme de ella con facilidad, tú tan solo querías dar pasos
adelante. Yo sabía que sabía que teníamos fecha de caducidad, pero
tú preferiste desoírlo todo.
Esa tormenta arreció cuando me
comunicaste que tus padres estaban de paso por París, por Rue de
Seine, y que querías organizar una cena para los cuatro, desoyendo
casi totalmente mis discrepancias, y callándome como solo tú sabías
callarme.
Pasé la madrugada antes de la cena en
vela, sin saber qué hacer. Cada minuto cambiaba de opinión, porque
sabía que no habría marcha atrás sobre la decisión que tomase. Tú
habías tratado de convertir nuestro amor en un cuento de hadas,
donde tú eras la princesa y yo el apuesto galán que te besaba. Sin
embargo, esta situación recordaba cada vez más a Rayuela, y yo no
podía dejar de plantearme el porqué de todo esto. Pensaba en el
azar de la vida, en el azar de haberse encontrado, en el azar de por
qué yo aquí y por qué tú también aquí. Luego de esto me
enfrascaba en divagaciones infinitas, que poco tenían que ver ya con
nosotros, partículas diminutas de ese todo. Luego volvía a Rayuela
referente de nuestra relación. Volvía a yo Horacio y tú la Maga.
Finalmente, decidí quedarme leyendo el capítulo sobre la muerte de
Rocamadour, en lugar de ir a la cena. Evité los remordimientos
pensando en las posibles consecuencias nefastas de nuestro amor.
Pasaron dos días, en los que yo no
tuve noticia alguna de ti, y supuse que habrías decidido enterrarme
bajo una capa de fingida indiferencia y desprecio. Pasaron dos días,
hasta que recibí una carta tuya. En ella me explicabas que yo
derrumbé por completo todo ese ficticio mundo que tú habías
construido a mí alrededor, y que ya no veías sentido a seguir
viviendo, que todo se había derrumbado ya. Finalmente, decías que
jamás volvería a saber nada de ti y que, presa de la desesperación
como estabas en esos momentos, tal vez te arrojases al Sena,
enloquecida de dolor. O tal vez no. Y que esperabas que el peso de
esa incertidumbre me marcase durante el resto de mi vida, que portase
toda mi vida el peso de mis acciones.
Y, mientras las lágrimas
corren libres por mis mejillas, devuelvo el libro a la estantería,
pensando en que jamás me volví a atrever a usar tu nombre después
de aquello, por miedo a mancillarlo. Salgo de la biblioteca, y no
puedo evitar mirar una o dos veces hacia atrás.
1
Todas las frases entre comillas de este texto son citas de Rayuela,
edición Cátedra.
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