El otro día

El otro día quedé con un amigo en la terraza de un bar tras un año sin vernos. El sol tostaba a los abueletes orgullosos de sus prominentes panzas, yayas y madres hacían malabarismos con fiambreras -o tuperware- y los niños chapoteaban en las orillas o construían obras arquitectónicas a base de arena sobre algún padre adormilado.


El mar se balanceaba tranquilamente con uno o dos barquitos al fondo llenos de jóvenes básicamente en pelota picada. Apenas habían dos o tres guiris durmiendo a la bartola con quemaduras de milésimo grado en la espalda y algún que otro vendedor ambulante sobresaltando ancianos con sus gafas y chucherías.

Alberto, que así se llama mi amigo, y yo nos reíamos de una sevillana con aspiraciones a rubia alemana de la más alta cuna, que salía corriendo del agua horrorizada tras ver una compresa nadando peligrosamente cerca de ella. Bienvenida al Mediterráneo, pensé.

Pedimos nuestras respectivas comidas, dos cafés como postre y me encendí un cigarrillo. Comencé a bombardear a Berto con qué tal los estudios, tu verano, te pegan los nenes de la uni, el celibato y un montón de sandeces varias mientras rememorábamos el verano anterior con sus aspiraciones a militar y mis desvariaciones flower power. Entonces llego al meollo del asunto, al qué tal la familia. Vi cómo Berto, mi Berto, mi hermano, mi colega, mi tron aventurero que jamás criticaba a nadie ni se ponía triste, agachaba la cabeza y le dió vueltas al café con una cucharita. Qué ha pasado, le pregunto. Con el ceño fruncido y espantosamente serio, comenzó a hablarme de su padre, mi antiguo profesor de castellano, don Salva. Resulta que aquello de los recortes a pito pito, gorgorito ha afectado en su departamento y, como sobraba uno, han decidido echarle a él y a los cincuenta años de edad, este señor se ha quedado en paro, con dos hijos estudiando en la universidad y una mujer ama de casa. Y claro, en Castilla-La Mancha date con un canto en los dientes si encuentras trabajo.

Me contaba mi tron que su padre ha permanecido callado durante todo este tiempo, libro en mano y ojos enrojecidos cada vez que veía a sus hijos. Y eso le quema mucho por dentro, el hecho de no poder hacer nada por su viejo mientras esos animales de bellota del Ministerio beben champán mientras dicen que el dinero público se invertirá en colegios privados también. Con todo el jolgorio del mundo.

Me contó también la conversación que su hermano y él escucharon entre sus padres, en la que don Salva se lamentaba de no haberse esforzado lo suficiente, de no ser un buen ejemplo para sus hijos al fin y al cabo.

Cuando acabó de hablar nos descubrimos llorando en silencio, hombro contra hombro. Jamás me habían contado una cosa semejante. Y lo que seguramente más me disgustó fue la ceguera de don Salva, mi querido don Salva, que nos piropeaba en latín y decía que una adjetivación excesiva es como el vino en exceso, para borrachos. Un profesor espléndido, un padre ejemplar y un señor culto y capaz. Y eso me lleva a pensar en los miles de don Salvas que hay en España hoy en día, sudando la gota gorda por intentar que les acepten en los trabajos en los que tienen vocación y ganas.

Y el ministro Wert ahora estará riendo a mandíbula batiente. Aterradoramente ciego.
Emy

No hay comentarios:

Publicar un comentario