Religión y escuela pública



                       “Si todo tiene que tener alguna causa, entonces                             Dios debe tener alguna causa. Si puede haber algo sin causa, igual puede ser el mundo que Dios.” Bertrand Russell. Por qué no soy cristiano.


    La religión es una asignatura imposible, nada hay que justifique que los alumnos y alumnas la estudien en la escuela pública. El excesivo protagonismo del que ha gozado históricamente esta materia en nuestros planes de estudio, reforzado ahora tras la aprobación de la LOMCE, supone un elemento distorsionador de la actividad académica, un anacronismo pedagógico, un acto claro de rendición y sumisión de los diferentes gobiernos democráticos a la conferencia episcopal, un sometimiento inadmisible a las pretensiones e intereses particulares de la jerarquía eclesiástica.

    Mantener el estudio de la religión en el currículo resulta contradictorio con la esencia misma de escuela, entendida como lugar en el que se educa al individuo de manera integral, un espacio desde el que favorecer la libertad de pensamiento, fomentar el espíritu crítico y autocrítico, animar a la formulación de preguntas y orientar en la búsqueda de respuestas diversas, defender la igualdad de derechos y deberes, promover la transformación de la sociedad y actuar como barrera de contención ante cualquier intento de adoctrinamiento o manipulación ideológica.

    La religión no debe enseñarse en la escuela porque no transmite conocimientos, sino creencias y valores morales subjetivos no siempre acordes con aquellos que forman parte del patrimonio común de nuestra sociedad democrática, que no son exclusivos de ninguna creencia o ideología concreta. El programa de esta pseudoasignatura, que no es elaborado por la administración educativa sino por las autoridades religiosas, en virtud del Concordato de 1953 y los acuerdos firmados por el Estado y la Santa Sede en 1979, persigue un objetivo prioritario que tiene poco que ver con la educación, opuesto a los objetivos que propone la escuela pública, hacer proselitismo.

    Los profesores y profesoras que imparten religión en colegios e institutos públicos actúan en muchos casos como catequistas al servicio de una confesión religiosa, no ofrecen al alumnado conocimientos relacionados con conceptos y hechos contrastados y demostrados, sino sobre cuestiones de fe e hipótesis innecesarias e imposibles de demostrar, que no admiten análisis, crítica o discusión, sino aceptación ciega. Son seleccionados directamente por el arzobispado, al margen del sistema de oposición establecido para el resto de profesores y profesoras de la enseñanza pública, en función de un criterio tan difícilmente evaluable como es la fe y de acuerdo a unas circunstancias que en nada favorecen la igualdad de oportunidades, como la confianza personal o la adhesión ideológica. Un sistema discriminatorio respecto a la manera en la que acceden a la función pública el resto de profesores y profesoras.

    Resulta inadmisible que en el mismo espacio en el que los alumnos y alumnas analizan la doble circulación de la sangre, comprueban el movimiento de los planetas alrededor del sol, o experimentan las leyes de la física,  por ejemplo, impartan doctrina quienes quemaron a Miguel Servet en la hoguera, sometieron a proceso inquisitorial a Galileo o condenaron por hereje a todo aquel que aventurara una teoría considerada contraria a la religión por la iglesia, aunque representara un gran avance para la humanidad.

    Enseñar religión en la escuela pública supone actuar en contra de lo que establece nuestra Constitución, que señala en su artículo 16 que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”, así como que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”.

    Sin embargo, en el momento en que un alumno o alumna se matricula en un centro educativo se pide a su familia que realice una declaración pública de su fe, exigiéndole optar por la pseudoasignatura confesional que se le ofrece o por otra asignatura pensada para justificar la presencia de la religión en el currículo. Esta circunstancia supone una violación de los derechos fundamentales y de las libertades públicas que salvaguarda el mencionado artículo constitucional y provoca, además, la segregación del alumnado en función de la ideología de sus padres.

    Solo un sistema educativo laico respeta los derechos de toda la comunidad educativa, sin excepción, evita situaciones de discriminación y privilegio y no admite la segregación del alumnado por motivos de creencia o ideología. Un estado aconfesional como el nuestro no debería permitir la existencia de una materia de carácter confesional en los planes de estudio del sistema educativo oficial, no debería promover ni priorizar creencia religiosa alguna ni ideología particular.

    Defiendo la libertad de las familias para decidir si sus hijos e hijas reciben enseñanza religiosa o no, así como para elegir la religión en la que desean que se les instruya. Mi rechazo no es hacia la posibilidad de que católicos, judíos, musulmanes o seguidores de cualquier otro dios que se les ofrezca puedan ser adoctrinados en sus iglesias, sinagogas o mezquitas, sino hacia el hecho de que cualquier religión se enseñe en la escuela pública.

    Religión, sí, por tanto, para quienes crean y la quieran, pero no en la escuela.

    Juan Pedro Serrano Latorre

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